El ojo de la paloma (o la impunidad del débil)
publicado en AHORA, el 1 de abril de 1016
Hurgando en una vaga protohistoria el verdadero pecado primigenio, la primera transgresión moral genuinamente
humana, tal vez sea la del abuso de poder, la violencia del fuerte sobre el
débil sin otra razón que un injustificado determinismo inherente a la posesión
de la fuerza, como si esta precisara alcanzar su plenitud conceptual en el
hecho mismo de machacar al que carece de ella. Así se han ido produciendo los
comportamientos humanos, tanto individuales como colectivos, durante millones de años hasta nuestros días, sólo atemperados por tres actitudes compensatorias: una, la piedad,
que desde su trascendencia religiosa, movía a
la magnanimidad, al perdón y al socorro del débil para mayor gloria de Dios;
otra, la astucia, la sagacidad del David contra el Goliath que doblegaba con
maña, inteligencia y finura la tosquedad de la fuerza bruta. Pero la mejor de todas,
aquella en la que más y mejor podemos reconocernos como seres racionales es, sin duda alguna, el descubrimiento del
Derecho, es decir, ese artificio surgido del libre acuerdo entre los mortales
para garantizar la protección del
individuo indefenso frente a la tentación abusiva del poder, ya sea
divino o terrenal. Es, sin duda, una hermosa historia la del recorrido que la
humanidad ha seguido desde la “cívitas” romana hasta las más sutiles, y a la
vez sólidas, expresiones del Estado de Derecho en nuestras democracias
actuales, y nunca dejarán de emocionarnos los episodios protagonizados por
personas, instituciones, grandes corrientes filosóficas e incluso revoluciones,
que le arrancaron jirones a las razones de la fuerza para sustituirlas por las
fuerzas de la razón.
El Estado de
Derecho es, pues, en sí mismo un rabioso testimonio de dignidad humana, lo que no impide apreciar en el término una
dimensión paradójica: por un lado el Derecho es la razón de ser del Estado, la garantía de que, con su monopolio de la
violencia y de la fuerza, está ahí para proteger nuestras libertades
individuales en tanto que miembros de una colectividad. Pero, por otro lado, es
el mismo Derecho el que embrida y racionaliza ese monopolio frente a la
tentación de su desbordamiento abusivo. Dicho en otras palabras, es el Estado
de Derecho el que delimita en sus justos términos los derechos del Estado. Así las cosas ¿dónde radicaría hoy la Fuerza,
nos preguntaría un adicto a la moderna mitología de “Star Wars”? ¿En el Estado,
con sus lados luminoso y oscuro, o en
los individuos, grupos y minorías, teóricamente débiles pero con el enorme poder que les confiere saberse totalmente protegidos por él?
Para aclararnos: nuestro país, con sus
convulsiones, vive hoy un régimen de libertades único en nuestra historia
aunque imperfecto, porque del Estado seguimos padeciendo abusos, no tanto desde la
institución en sí como desde las
concretas fechorías de algunos de sus servidores. Pero justo es decir- de nuevo la paradoja- que poco a poco y mal que bien, estos fraudulentos vicarios del mandato público van cayendo bajo la
presión del propio Estado, comprobando esperanzadamente que quien la hace la
paga, y ahí está el desafecto electoral hacia quienes han abusado del mismo
desde un sentido turbiamente patrimonial, o el desvelamiento gota a gota de los
casos de corrupción, sin que ante la Justicia se libre nadie por el momento. La
máquina chirría, pero funciona.
Pero ¿qué
ocurre cuando es el presuntamente débil el que desafía abiertamente al Estado sabiendo
que sus propias leyes- empezando por la férrea libertad de expresión- le
mantienen a resguardo como los barrotes de un león enjaulado? Hemos dejado media vida, y lo seguiremos
haciendo, para que existan esos barrotes protectores, pero ¿no existe un poco
de impúdica impunidad en desafiar a quienes sabemos que no pueden responder por
mucha fuerza institucional que detenten? Por ejemplo, ¿cuánto tiempo ha aguantado el Estado
las provocaciones- deslegitimadas, por su violencia física o verbal- de unas minorías nacionalistas sabedoras de
que su reacción iba a ser la del Derecho y no la del código de Hamurabi? ¿De qué mérito se pavonea un “humilde” reportero por dejar a los reyes desnudos saqueando su intimidad a
partir de unos mensajes privados filtrados por mano interesada? ¿Desde qué burladero puede alguien escribir
un libro titulado “La desfachatez intelectual” en la que se criminaliza a los
más vigorosos intelectuales de nuestro país consciente de que la libertad de su
sulfúrica opinión será tan protegida
como la de las tropas de refresco que le han reclutado? ¿Desde qué suerte de
aforamiento puede la alcaldesa de Barcelona echar literalmente a dos coroneles
del Ejército de su stand en una feria educativa y escaparate de oportunidades
de empleo sabiendo perfectamente que estos dos dignos representantes del Estado
jamás podrían devolverle la grosería, so pena de un arresto o algo peor?
El Estado
impone, a la vez que tranquiliza, pero sus métodos son sabidos y están históricamente
codificados. No así los de los individuos y minorías a su amparo. Y a veces su
debilidad es una fuerza tan siniestra
que produce el mismo desasosiego, si no espanto, que el ojo sin pestañas de una
delicada e inerme paloma.
Salvador Moreno Peralta, arquitecto
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