30 may 2016

CARLOS VERDÚ, ARQUITECTO



Carlos Verdú Belmonte, arquitecto

No, no se asusten. El veterano arquitecto Carlos Verdú está vivito y coleando y, en su jubilación, debe levantarse todas las mañanas viendo el mar desde algún piso del extraordinario Edificio Luz, del Paseo Marítimo, que construyó hace más de cuarenta años con su socio César Olano. ¿Por qué se me ha ocurrido hoy hablar de él? No hay ninguna razón especial, y esa puede ser una buena razón. Las páginas de los periódicos se llenan de personajes de efímera notoriedad basada generalmente en atributos que nada tienen que ver con la virtud, de engendros anodinos del mundo de la farándula, de majaderos que jamás saldrían de su mustio anonimato si no fuera porque han de rellenar con su nombre  la lista electoral de un partido político. La resonancia pública poco tiene hoy que ver con el crédito personal, que es algo que se forja en la interioridad rutinaria de una conducta edificante, más que en  el ostentoso afán de quien indisimuladamente persigue una patológica nombradía. Carlos Verdú, arquitecto, seguramente debió sentirse azorado cuando el año pasado el Ateneo le concedió con justicia una de sus medallas de oro. 

Cuando uno  estudiaba una carrera profesional como la de arquitecto,  lo que  realmente  afrontaba era  una carrera de obstáculos: unos eran las asignaturas; los otros, los profesores que las impartían. De esta combinación surgía siempre, a partes iguales, el rechazo y la admiración, pues no había materia hostil si el que la impartía era alguien que conseguía transmitirte su amor por ella. De nada servía haber leído a Rushkin si alguien no te inoculaba los secretos de las formas y la materia en ese rincón del espíritu donde aquellos se guardan. Hoy día,  tras más de cuarenta años de ejercicio, se pregunta uno qué estarán inoculando en esos pliegues del cerebro juvenil tanto acomplejado tuercebotas que, ejerciendo de profesor, no tiene otro propósito que la sevicia o  el medro en el escalafón académico.

No tuve a Carlos de profesor, aunque sí a algunos compañeros suyos de promoción, pero siempre lo vi y lo respeté como  tal, quizás porque pertenecía a  esa  hornada que impartía una idea de la arquitectura tan técnica como artística y, sobre todo, artesanal. Para mí Carlos, albaceteño, será siempre de Madrid, de esa Escuela de Arquitectura de Madrid que es una patria, un portentoso taller de ideas, de intercambios, de mágicos descubrimientos a través del dibujo, de la materia, del quehacer de unos maestros -Aalto, La Corbusier, Mies, Wright…- cuyos  estudios o ”ateliers” no eran tan distintos a los de la Escuela o a los que te podías montar en tu casa, con grandes tableros de dibujo, un flexo, un tecnígrafo, unos lápices, unas plumas de tinta que mejoraban la diabólica dificultad de los tiralíneas…En aquella época la Arquitectura olía a goma de borrar, a pinceles de pelo de marta para el lavado, a pegamento para la madera de balsa de las maquetas….Ese olor se metía dentro,  con todas las inquietudes, dudas, excitaciones por los descubrimientos, era el olor de una curiosidad infinita, y ese olor era el carné del arquitecto.

Hoy día el ordenador trabaja a escala real; no hay margen para el error. Las técnicas infográficas expelen unas irreales perspectivas para vender realidades a clientes incautos y políticos en punto de ebullición orgásmica. Curioso diálogo de lo virtual con lo real. El descubrimiento de los sistemas digitales es portentoso, y los avances en la didáctica arquitectónica hubiesen sido considerados milagrosos hace solo veinte años. No se trata de estar a favor o en contra del dibujo digital, porque sería tan extravagante como volver a las diligencias o a la escritura con buril.  Pero los que no pertenecemos a la generación del Autocad y derivados nos reconocemos a la legua como una secta, y no precisamente por nuestra calvicie o nuestras canas. A Carlos lo reconozco por el honor que me hace al venir a todas mis conferencias, andando, desde su casa, cuando él sabe de todo más que yo, porque está rabiosamente al día de la arquitectura que se hace hoy, porque podemos hablar de literatura, de música, porque nos encontramos en las exposiciones que realmente merecen la pena, porque me acuerdo de él luchando a brazo partido por poner orden en el Plan General de Mijas según la Ley del Suelo de 1975, cuando desde las instancias oficiales se veía ya, premonitoriamente, la totalidad del suelo como un inagotable venero de plusvalías, porque proyectó a lápiz el Edificio Luz, el estupendo colegio Los Olivos, el expresionista edificio de La Colina, el sólido y callado trabajo para la Obra Sindical del Hogar, cuando la arquitectura respondía a unas necesidades perentorias, y no al pringoso onanismo de la burocracia administrativa….

Un Carlos algo cansado aguantó a pie firme una charla en familia hace poco sobre la génesis del edificio Pompidou, bajo el Cubo,  y poco después lo vi en  la conferencia del aniversario del OMAU sobre los últimos treinta años de urbanismo en Málaga. En ningún caso había representación de los estudiantes de Arquitectura. Otra moral, otra época, otros profesores y, por debajo, una hirsuta Málaga  que aún precisa ocultar su tufo  bajo una perfumada peluca institucional y académica. 
Admirado  Carlos Verdú,  arquitecto, héroe de esa cordura, esa normalidad discreta  emborronada por la bullanguera mediocridad de lo cotidiano. 

Salvador Moreno Peralta   Diarios SUR, 27 de Mayo de 2016

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