¡COMO SABADELL!
Sucedió hace dieciocho
años, en la primera edición del Meeting Point de Barcelona, esa feria de las vanidades urbanas en la que
Málaga siempre participaba con un señalado “stand”, y que algún malintencionado
llamaba Repeating Point, porque todos los años llevábamos los mismos proyectos.
Gobernaba entonces la ciudad Celia Villalobos con su empuje y la repercusión
mediática de su figura. A primeras horas de la tarde, un revuelo de
periodistas, “flashes” y aduladores al
otro extremo del palacio de Ferias de Montjuic delataba la presencia del
honorable president Jordi Pujol y su séquito, en el que
se encontraba esa especie de alter ego futbolístico que era Josep Lluis
Núñez, también president, pero ya entonces
un poco menos honorable.
Cundió la alarma entre el personal de la
delegación de Málaga porque la alcaldesa no estaba, y el president se acercaba
a paso acelerado. Pero el que sí estaba era Francisco de la Torre, actual
alcalde y entonces concejal de Urbanismo, el cual, intuyendo que a las provincias no se les presentan dos veces las oportunidades de hacerse valer y que
teníamos poco tiempo, se abrió paso entre gorilas con pinganillo e interceptó
al president de forma que no tuviera más remedio que visitar el cubículo malagueño
sin posibilidad de escapatoria. No obstante se perdieron unos minutos preciosos
en las presentaciones, pues, con fingida y malévola ignorancia, el honorable le preguntó a De la
Torre si era el alcalde de Málaga (como si a Celia no la conocieran todos los televidentes de España) lo que le obligó a aclararle que
era “sólo” el Concejal de Urbanismo. A un servidor, que estaba al lado, también
le preguntó quién era, y para no tener que explicarle que era el Presidente del
Consejo Social de la Universidad- credencial demasiado larga para tan pocas
atribuciones- le resumí que era el Rector, y así recuperamos
unos segundos valiosos. Con el tiempo
algo mermado, el hoy alcalde logró
comprimir la prometedora realidad malagueña en un minuto fulgurante, pero antes
de concluir, el honorable, que había estado escuchando con los ojos cerrados y
la cabeza ladeada, formuló una pregunta socarrona e inesperada: ¿cuántos
habitantes tiene Málaga? No recuerdo si De la Torre dió la cifra exacta-lo más
probable- o si redondeó en el medio millón, pero lo cierto es que Pujol,
haciendo oscilar la palma de la mano en un gesto que denotaba displicencia,
comentó al subordinado más próximo en tono ligeramente despectivo: ¡Ya,…como
Sabadell!. Y tras esa faena de aliño con bajonazo en el rincón de Ordóñez
siguió su camino, ungido de sagrada
catalanidad e imperturbable como Yoda, el gran Jedi de la antigua orden de Star
War, dejando el vacío de estupefacción y desánimo de un ¡Benvingut, Mr.
Marshall!
Pasada la conmoción y el revuelo intimidante del
séquito me quedé cavilando sobre la idea que la mayoría de nosotros tenía de
los catalanes: laboriosos, pragmáticos y educados, descollantes en todo, en la ciencia, en la
medicina, en la arquitectura, en el diseño, en el deporte y en el número de
asociaciones de excursionistas. Tenían los niveles de bienestar y cultura
cívica más altos de Europa y, en el día de su fiesta grande, regalaban al
prójimo un libro y una rosa, una extrema delicadeza para compensar la salvajada
de los “correbous”. Eran los
descendientes del reino de Aragón, de Jaime I y Wifredo el Velloso. Eran, pues,
deslumbrantes, de ahí que considerara la indiferencia del honorable más como
una muestra de arrogancia individual que como una grosera sinopsis de la
catalanidad. Pero lo cierto es que, como se ha visto luego, este admirable pueblo, de una manera
recurrente a lo largo de su historia, destroza el local ebrio de un nacionalismo de butifarra, a fin de cuentas construido sobre las torpezas de nuestros
gobernantes, la ley D’Hont, el sudor de los emigrantes y las
cuantiosas y constantes inversiones que
siempre ha derramado allí el poder central para aplacar su amañada fogosidad identitaria.
No obstante, en
el caso de la anécdota referida el fondo de la cuestión era otro. Lo que en
aquel meteórico encuentro se ponía de manifiesto era, realmente, la percepción de un país reducido a sus dos
grandes capitales, unidas en su rivalidad, y una vasta, imprecisa y
desarticulada periferia de servicio doméstico condenada a limpiar el local y pagar
y pegar los platos rotos después de la melopea: una periferia como la de la
esforzada Málaga, que aquel día existió fugazmente gracias a que, en el instante oportuno y ante
cámaras que testificaron los hechos, tuvo la inmensa suerte de ser más o
menos…¡como Sabadell!
Salvador Moreno Peralta
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