He pasado un fin de semana con toda mi familia
paseándome como un isidro por la querida Madrid que hace tantos años fue
testigo de mi infancia, juventud, epifanía universitaria y educación
sentimental; o sea, los terribles horrores del gulag franquista que tan bien conocen
los que no lo conocieron, esto es, la
llamada generación del sobaco, en homenaje al épico gesto de Anna Gabriel en
sede parlamentaria. Sábado por la mañana: Puerta del Sol, Alcalá, Gran Vía y El Prado, frontera entre el Madrid de los Austrias y el
de los Borbones. Día espléndido y atmósfera gloriosa de cristal azulado con mensajes
del Guadarrama. Te sumerges en la aglomeración de la calle: AGLOMERACIÓN, el fenómeno
urbano del momento vivido esta
vez a la gran escala de la capital. Estás sentado en un banco, estupefacto,
dándole vueltas al caletre, huyendo de la tentación derrotista a la que te lleva
el hecho de no comprender nada (o de comprender todo demasiado bien), porque lo que tienes es la sensación de fracaso total, de que todo lo que
has defendido como urbanista ha salido completamente al revés. (La épica de la
derrota sólo funciona en la novela negra: en la realidad no hay héroes sino
pardillos).
No te inquieta verte como gallina en corral ajeno
entre la juventud que te rodea, amigos de tu familia punto cero, pues la edad
tiene sus reglas y el tiempo es ya de
ellos, resígnate. Pero sí te ha alarmado tu inmersión en el espacio urbano de
la “transpostmodernidad” o como quiera que se llame este líquido amniótico en el que vivimos. Lo
que con tanta tenacidad analizamos empíricamente sobre la ciudad desde nuestro
oficio, hace años, con el barro de la
realidad hasta las ingles (y no como ahora, con los badajos pendulones de unos
funcionarios pegados a sus asientos con superglú), lo que previmos sobre los
centros históricos, la dignificación de las periferias, la movilidad, la
metropolización….¡bah!; todo acabó en una
paradoja: el éxito de la ciudad ha sido su fracaso…o viceversa.
Lo que describe el pijo ultraliberal Edward Glaeser en su libro “El triunfo de la
ciudad” no es otra cosa que una urbe hiperreal,
uniformada en su aparente diversidad, en sus infinitas opciones electivas que
al final se traducen en muy pocas, y todo ello al servicio de un nuevo mito: la
VITALIDAD y la FELICIDAD, una nueva forma de distopía “huxleyana” que actualiza hoy aquellos empalagosos carteles electorales con los que el PSOE
prometía el paraíso urbano. Todo en la ciudad debe ser “guay”: la Castellana cortada al tráfico a las 9 de la
noche de un viernes por unos coches de la policía municipal custodiando…¡a unos
patinadores!, el Paseo del Prado cortado al tráfico para que la gente baile el
boogey-boogey al ritmo de una jazzband; miles de coreanos y chinos (Madrid celebra
ahora jubilosamente el año nuevo chino, para lisonjear a los nuevos amos) abarrotando el falso mercado tradicional de
San Miguel; aquellos bocadillos de calamares de la calle Postas, de
la glorieta de Bilbao y “El Brillante” de Atocha son ahora “señas de identidad”
culinarias, tipo “delicatessen” en los bares de la Plaza Mayor…todo “guay”- ¡URBAGUAY!- pero a la vez todo falso, todo un monumental “fake” bajo la
admonición de la nueva religión urbana: “SEA USTED FELIZ….y si no, multa de
cien euros”. Ceno donde puedo echando mano de una altísima recomendación: ahí
la tortilla de patatas también es un “delicatessen” porque el sitio es tipo
mercado “gourmet”. Todo es gourmet, ciudad gourmet, cultura gourmet… Traqueteo de troleys camino de Atocha. Imposible
circular por los paseos de El Retiro. Colas para ver el Palacio de Cristal,
para subirse en las barcas. Alguien casi me salta un ojo con una caña de pescar
selfies….
Hay que celebrar gozosamente la ceremonia de la
Aglomeración, que es vida, que es la conquista social del ocio, la
realización de los anhelos de libertad
que alguna vez soñaron los utopistas ante la esclavitud de la
industrialización. Bajo los pasos elevados de la Plaza de España, el
chafarrinón demagógico de una veintena de “homeless” subraya por contraste la
enorme felicidad que nos embarga, que nos tiene que embargar por c…., por el
hecho de estar en Madrid. Pero de repente te das cuenta de que no eres tan feliz como el guión y
Manuela Carmena exigen, y de que la FELICIDAD es un lenguaje que no entiendes, como no entiendes el danés ni el sincretismo de la jerga digital. Es un lenguaje y un carnet, un carnet ciudadano
que, vaya por Dios, se te olvidó renovar, y por eso te encuentras en la ciudad
“lost in translation” y con la inquietud de un “sin papeles”.
Al día siguiente vuelves en el AVE surcando los
alambrados campos de Castilla. A lo lejos ves una vaca y sientes deseos de
tirar del freno de emergencia para oír los mugidos pastueños del entrañable bovino. Hubiera sido
el único momento de autenticidad de ese fin de semana antes de que, a la vuelta, Málaga te recordara que la riada de felicidad
urbana también ha desbordado ya su Centro Histórico y se empieza a extender por
toda la ciudad, siendo cada vez más difícil
encontrar un sitio discreto en el que
sentir la inmensa y digna alegría
de estar un poco tristes, la dignidad de ser un poquito infeliz.
Salvador
Moreno Peralta SUR 7- 03- 2018
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