Anatomía de unos instantes ominosos Salvador Moreno Peralta
El Mundo Andalucía, 23 agosto 2018
El Mundo Andalucía, 23 agosto 2018
Admitamos solo como hipótesis que el gobierno sabe lo
que hace en la defensa del Estado frente al virulento ataque del
independentismo catalán, que a muchos se nos antoja una misión imposible. Admitamos,
y es mucho admitir, que se está hilando fino como corresponde a una batalla
desigual entre la razón y el fanatismo. Pero existe una terrible sentencia yihadista que resuena como un toque a rebato para
todas las fuerzas antisistema que se ciernen sobre el orden occidental,
convocadas por el cornetín de un idealismo tremebundo que apenas encubre su
naturaleza rastreramente material, a poco que se rasque en la costra de su
mesianismo: “utilizaremos vuestra democracia para acabar con vuestra
democracia”. He ahí la causa de la desigualdad: el uso legítimo o espurio de
una misma democracia, bien para defenderla o para acabar con ella, bien para perfeccionar un sistema que es el último
estadio de un largo proceso de aplicar la racionalidad en la convivencia, o
para prometer un paraíso de huríes, asaltar los cielos o alcanzar una república
delirante cimentada en coimas del 3%. Al
final todo es una estrategia de poder terrenal utilizando la carne de cañón de pueblos
embaucados. En cualquier caso no se puede ir a defender la democracia aquejado
del síndrome de Estocolmo porque entonces gana el secuestrador. Ante las
últimas manifestaciones de la ministra portavoz saltando con pértiga sobre las
amenazas de Torra para aterrizar sobre el tartán descalificatorio de la
oposición- que es donde realmente quería ir a parar- uno tiene la razonable
inquietud de que el gobierno esté haciendo el papel de aprendiz de brujo, como
quedó confirmado el pasado 17-A, en el primer aniversario del atentado de las
Ramblas. Cuarenta años de concesiones tácticas han engordado el Leviatán
separatista hasta el punto de ocupar todo un espacio político en el que el
Estado no tiene ya cabida. Pero antes de admitir que ha sido la clase política de nuestra
democracia la que ha propiciado la “desconexión” que se venía larvando desde
hace doscientos años, el gobierno prefiere poner cara de no pasar nada, como el
bailarín que repite el batacazo desairado para hacernos creer que estaba en la
coreografía.
Sólo los ilusos confiábamos en que el llamamiento al
respeto por parte de los familiares de
las víctimas propiciara una tregua en
este permanente golpe de Estado que venimos padeciendo desde la DUI del año
pasado. Era mucho pedir, y el independentismo irredento no desaprovechó ni un
resquicio para hacerse patente en el terreno que más domina y en el que más
batallas le gana al Estado: el del marketing. La mayoría de los medios ha
incidido sobre los actos y aspectos más burdos de esa exteriorización, como la permanente
actitud grosera de Torra ante el Rey, la
pancarta descaradamente consentida sobre un edificio de la Plaza de Catalunya,
las manifestaciones de los CDR y los homenajes a los políticos encarcelados.
Pero al tiempo destacaban la “sobriedad” y “emoción” del acto en la Plaza, con
presencia de los familiares, del Rey y políticos de alto nivel, como un islote
de paz y concordia, sublimación de los más nobles valores que una ciudad y una
sociedad democrática avanzada pueden hoy exhibir ante el universo. Pero creemos
que era ahí, precisamente en ese acto envuelto en el celofán de la corrección
política, donde se estaba lanzando sinuosamente el mayor mensaje supremacista
de la jornada.
Toda la puesta en escena del Ayuntamiento, consciente
de la repercusión mediática del momento, iba encaminada a demostrar que Barcelona,
además de ser una ciudad de paz y amor, era un enclave refulgente unido al
mundo por un arco iris de buenos sentimientos, como un cordón sanitario
sobre un vacío tenebroso, una nada, un caos anterior a la creación que es…
España, la Espanya que ens roba, la
siniestra Spain de los mensajes lanzados a las prejuiciadas fauces de la prensa
anglosajona, a los intelectuales norteamericanos con derecho de propiedad sobre
la democracia, al sedicioso gobierno belga y a la arrogante justicia regional
alemana. Sobre un teatrillo blanco, ay, refractario a la solemnidad y entre
fortísimas medidas de seguridad, cincuenta alumnos de escuelas municipales de
música, ataviados de blanco-pureza, cantaron tres merengadas canciones en
inglés y una en catalán, porque una canción en castellano podría haber herido
la sensibilidad de algunas personas. Ocho
jóvenes, también de blanco-lago de los cisnes, leyeron un fragmento del poema de John Donne
“Devociones sobre situaciones inesperadas” en los idiomas de las víctimas pero,
como no hay que dar puntada sin hilo, en catalán lo leyó una muchacha
musulmana, en inglés un joven hindú y en francés un espigado subsahariano. O
sea, Barcelona ciudad multicultural,
concepto que para el buenismo acrítico e irreflexivo cae del lado del eje del
Bien, cuando ya en una Europa
desarbolada saben de sobra que es la antesala de la nueva distopía fascista. Y para que no faltara nada, el piano de cola- ¿un Stenway, un Petroff, un Yamaha…?-
lucía ostensiblemente en su costado de charol un orgulloso “Pianos de
Catalunya”. En fin, todo era una enorme tarta de crema pastelera sutilmente
montada para hacer invisible España, para transmitir subliminalmente que sólo
la atadura con España impide a la
ciudadanía volar a ese paraíso en la
tierra que es la nación catalana, que libre de la barbarie, habría de ser
recibida jubilosamente en los foros internacionales una vez resueltos algunos
problemas menores.
La operación era más fina que la de las provocadoras manifestaciones
y las pancartas en inglés; pero por esta vez les traicionó la estética. Y es
que, parafraseando a De Quincey, se empieza por dar un golpe de Estado con una
declaración Unilateral de Independencia, se sigue por amenazar a políticos y
jueces y, tras pronunciar “frases inaceptables”, se acaba cayendo en la más estomagante
cursilería, algo que hasta ahora era inconcebible en la admirada capital del
diseño.
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